La rodilla es una articulación que tiene la difícil tarea de compaginar en todo momento su funcionamiento como elemento móvil con el sostenimiento del peso corporal, y todo complicado con el handicap de presentar una superficie articular muy limitada, que no permite el desplazamiento del peso del cuerpo temporalmente hacia otra zona (como ocurre en el caso del pie) para así poder realizar sus movimientos al aliviarse de presión.
En estas circunstancias el adecuado funcionamiento de la articulación de la rodilla es posible gracias a que presentan una adaptación especial en su estructura, los meniscos.
Los meniscos a grandes rasgos se podrían definir como una especie de almohadillas blandas de cartílago que permiten el ajuste de las superficies articulares de la tibia y el fémur, cuyas formas naturales hacen imposible el encaje de otra forma.
Gracias a su forma de media luna los dos meniscos consiguen una perfecta comunión entre la superficie plana que ofrece la tibia en sus glenas y la forma redondeada de los cóndilos del fémur, por lo que el fémur se mantiene sujeto y no resbala sobre la tibia, lo que garantiza la estabilidad de la articulación.
Además, este perfecto encaje entre las dos superficies de contacto, garantiza un mejor reparto de la presión, lo que hace más efectiva la absorción de los esfuerzos producidos en todas las acciones de la rodilla en las que tiene que movilizar el peso del cuerpo (saltos, caídas, cambios de dirección, sprints, etc).
La capacidad amortiguadora de los meniscos permite la absorción de casi la mitad de la carga que recibe la articulación, protegiendo así las superficies articulares de los huesos de un desgaste excesivo.
Por otro lado, los meniscos no son piezas fijas sino que se desplazan dentro de la rodilla cuando esta se moviliza para facilitar el movimiento y mantener un control de la presión dentro de la articulación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario